Memorias de un niño de Centro Derecha. (I)

El último viaje que hice a Europa, gocé de la compañía de Rafael Escalante. Buen compañero de trenes, aviones y restaurantes, tuvo a bien invitarme (a la americana, por supuesto) a una churrasquería madrileña donde comimos como chacales hambreados. Comenzamos con 3 platos de entradas frías, con lomo ibérico, jamón serrano, mejillones y otros manjares bajos en calorías. Luego, el mesero pasaba periódicamente, con cortes de carne de todos los mamíferos conocidos por el hombre, y dejaba un trozo en el plato. Ni modo de no comerlo. Tan ocupados estábamos abriéndonos espacio para lo sólido, que no reparamos en las 2 botellas de vino tinto que nos bebimos distraídamente. Al salir del lugar, a unas soleadas 4 de la tarde, estábamos hasta nuestra madre. Para refugiarnos del sol y de la miradas reprobatorias de viejitas españolas, entramos a una cervecería. Ahí todo se vuelve borroso. Recuerdo las estanterías de una sex shop, donde compré una película pornográfica de Super Girl, y un pequeño paseo por las calles que cruzan la gran vía y libreros. Pero recuerdo, sobre todo, que desde la comida y hasta que caí inconsciente en la sala de Rafael, se mantenía latente el deseo de comprar un libro que se me ha negado en todas las librerías de México y en las de Madrid, por años: Memorias de un niño de Derechas, de Francisco Umbral. Fuimos a buscarlo al FNAC esa noche, pero no lograba distinguir las letras en el lomo de los libros. Al otro día volví a México. Lo más peculiar del caso es que no tengo demasiadas expectativas sobre ese libro. Empero, el título lo vale. Lo vale también para varias obras, por ejemplo, de Heminway, como "The short happy life of Francis Macomber" o "Snows of Kilimanjaro". Son cuentos regulares, con títulos excelentes que me gustaría haber inventado para algún texto mío, sin importar el tema o el género.
Creo que ese título "Memorias de un niño de Derechas" expresa, también, la vividez con que recuerdo muchos de los pasajes de mi infancia y adolescencia, que no extraño pero recuerdo con cariño la mayoría de las veces. La obra cumbre del mejor escritor catalán, Josep Pla, es el diario que llevaba cuando estudiaba Derecho en la universidad. En lo personal, pienso que cada pasaje que recordamos con olores y sensaciones hasta groseramente corpóreas, es una subconsciente cuenta por ajustar con nuestra biografía. Si salió mal, porque quisiéramos cambiarlo, obvio. Pero si es un pasaje hecho de omisiones, entonces refinamos poco a poco una estrategia del hubiera, como innumerables bosquejos de finales felices para trivialidades o situaciones que nos marcaron de por vida. Los tiramos a la basura, los corregimos y guardamos en el cajón. Son algo rebeldes, y salen de su encierro y se nos restriegan en la cara cuando escuchamos una canción inesperada, y el cajón nunca tiene llave y si la tuviera la perderíamos a propósito, cuando nadie estuviera mirando. Si salió bien, porque nunca le perdonaremos a ese momento el haber durado tan poco, el haber tenido el descaro de esfumarse y dar paso a la vida adulta, que cuando tengamos 50 años recordaremos como una segunda niñez donde podíamos comprar alcohol y hacer planes. Sabremos, entonces, que el recuerdo es un lujo que debiéramos haber utilizado con moderación, porque a esta edad es como tomar sin permiso los puros del abuelo. Y es que el mundo de los recuerdos pertenece, en estricto sentido, a los ancianos. Yo he sido, desde niño, un intruso de ese mundo con olor a naftalina y Chanel número 5. He perdido la buena costumbre de visitarlo, como he perdido tantas otras, pero no estaría de más desempolvarlo un poco. Quizás a los 50 años ya se me haya ocurrido la estrategia ideal para corregir un par de cosas que me molestan de vez en vez, y para quitar la niebla de otras que me han hecho lo que soy. El día de hoy, un vaso con agua, una canción de mecano, el título de un libro que no tengo, y éste post, harán el truco.